miércoles, 18 de enero de 2017

La iglesia de San Miguel de Languilla


Si desde Maderuelo volviésemos otra vez a Ayllón, siguiendo esa sufrida y curvilínea carreterilla –generalmente atestada de ciclistas, que suelen brotar como hongos, sobre todo los fines de semana, haya o no llovido y a continuación salido el sol-, y no nos induce la curiosidad, al acercarnos al pueblo de Languilla y ver la torre de su iglesia en la distancia, de detenernos y echar un vistazo –más que nada, por no continuar camino con ese siniestro estribillo dubitativo del que sí que, que no que zumbándonos en los oídos-, perderemos la ocasión de apreciar, cuando menos, dos elementos que han de conmover, en mayor o menor medida, nuestra sensibilidad artística: una notable portada románica y un singular retablo gótico. La iglesia, levantada, según parece, ad maioren gloriam de ese Anubis judeo-cristiano, guerrero, juez y parte y honoríficamente nacido arcángel, dada su naturaleza y condición y de nombre Miguel –tú lo vales o quién como Dios, aunque antes que él, también tuvo Apolo unas credenciales similares, incluida la serpiente con la que sacar punta al alfiler-, no recuerda, en la actualidad, para nada, esa preciosa conjunción de habilidad, geometría, equilibrio y mesura –entre otras-, con la que los canteros medievales hacían cantar a la piedra al ritmo de maza y compás, de igual manera a como los pastores de Andalucía lo hacían, y continúan haciéndolo, con la flauta y el tamboril, mientras los corderos trotan felices al son de las campanillas que cuelgan de sus inmaculados pescuezos. De hecho, uno se pregunta, viendo ese cubo de Rubik, en el que se ha convertido su ábside o cabecera, si los canteros que decidieron cruzar el Rubicón –ea, alea jacta est- y asentarse en la orilla de aguas estancadas de ese barroco revenido –tal y como hicieron los israelitas con el becerro de oro, mientras Moisés se recuperaba del viaje de peyote en la cima del monte Horeb-, en qué momento y por qué desafortunadas circunstancias, el Arte se travistió en simple Albañilería, quedando atrapados maestros, oficiales y aprendices en un intento, definitivamente chapucero, de llegar a conseguir la cuadratura del círculo.

Cuadraturas o círculos aparte, pena da ver que ni siquiera se respetó la galería de un templo que, a juzgar por sus características y por la portada sobreviviente, a la que hacíamos referencia, debió de ser verdaderamente espectacular. Tampoco sirve de nada lamentarse y dejando a un lado ese resto de genuina galería porticada venida a menos por el siroco del gusto, o el mal gusto y la moda, mejor será acercarnos a la portada y deleitarnos, en la medida de lo posible, con ese pequeño conjunto de arquetipos con el que se pretendía, entre otras cosas, evangelizar a un pueblo tradicionalmente analfabeto. Cuentan esos pequeños versículos que son sus capiteles historiados, relatos que aún ungidos por una literalidad, en algunos casos, no sólo increíble sino también genuinamente infantil, nos remontan a episodios más o menos conocidos. En parte de ellos, quizás siguiendo la línea iniciada, por ejemplo, en aquella entrañable reliquia que es San Martiño de Mondoñedo, considerada como la primera catedral de Galicia, el anónimo cantero nos describe, no esa tradicional Última Cena –donde, según la interpretación de canteros y lugares, el número de comensales oscila como el péndulo de Foucault (1)-, sino aquélla otra, remedo de las bacanales romanas, donde ese vehículo de perdición llamado Salomé, obtiene como recompensa, una vez alborotado el corral masculino con su sensual baile, la cabeza de San Juan Bautista. En la escena no falta, desde luego, la presencia de ese tócamerroque, que es siempre el diablo, calentando todavía más los oídos de un rey Herodes –ya tenían experiencia el uno con el otro, tal y como así nos refiere también otro capitel historiado de la iglesia del monasterio soriano de San Juan de Duero, en relación a la matanza de los inocentes- cuya pusilanimidad estaba ya de por sí puesta en evidencia de antemano, si recordando su condición de hombre y lo débil, en definitiva, que es la carne,  le añadimos aquél refrán que dice aquello de: cabra que tira al monte… 


No faltan, tampoco, referencias –me pregunto, si quizás el cantero pecó aquí de exceso de moralismo o, en su defecto, de una acusada misoginia-, a ese otro eterno sentido de culpabilidad y espada de Damocles de la mujer, que es la historia de Adán y Eva. Punto. Junto a ellos, esas supuestas alusiones a los vicios y pecados, encarnadas por arpías y otros seres fantásticos y mitológicos, además de aves –juntan éstas sus cuellos, formando un corazón, motivo que se aprecia en otros templos del románico segoviano, como puede ser, el de Santa Marta del Cerro-, que sirven de cobertura a unas graciosas cabecitas que surgen de la floresta, representativas, en algún caso y por esos zarcillos que muestran en su boca, de los Green-men o hombres verdes de la antigua religión. Merece la pena, fijarse en el motivo ondulado de la arquivolta superior, que forma una especie de motivo ondulado o romboidal, que se aprecia también en la portada norte de la iglesia de San Pedro de Ávila. El retablo mayor, delicioso, si bien tuvo que ser restaurado a consecuencia de los daños sufridos en un incendio, muestra un tema que estuvo muy de presente en la mitología cristiana a partir del siglo IV: los milagros del arcángel San Miguel y su primera aparición en el Monte Gargano, guarida de una terrible serpiente o dragón, en cuyas entrañas –dígase esto a ojo de buen cubero-, debió de existir, probablemente en tiempos, un santuario pagano; tal vez, un símil en la línea de los misterios eleusinos y esa especie de terapia espiritual –largamente comentada por Platón y Parménides, entre otros-, o descenso ad ínferos: descenso a los infiernos.

Llama la atención, por último, la sustitución en elcalvario de la capilla adyacente, situado enfrente de una pila, románica también, de las denominadas de gajos por el diseño y forma de copa, de la típica figura del Evangelista por la del Bautista. La presencia de éste, aunque extraña, ya tuvo algún precedente, como nos comenta J.K. Huysmans en relación al famoso retablo de Isenheim, si bien allí aparecía esplendorosamente transfigurado, una vez pasado por el terrible trance de la muerte, cumplida su propia profecía. Aquella que decía: yo tengo que menguar, para que Él crezca.

miércoles, 11 de enero de 2017

Maderuelo


Hubo un tiempo, perdido en esos peculiares arroyos estancados de la Historia, en el que Maderuelo –me pregunto, si el nombre no tendrá una estrecha relación con esa espina sagrada que allá por los siglos XII o XIII, velaban los caballeros templarios en la ermita de la Vera Cruz-, perteneció a esa Soria pura cabeza de Extremadura, situado en la margen izquierda de esa hidra de siete cabezas que, comparativamente hablando, es la carretera general 110, que atravesando el corazón de Ayllón lleva al viajero audaz hacia el antiguo Castromoros o San Esteban de Gormaz o, en su defecto, lo desvía hacia Retortillo de Soria, Montejo y ese nido de águilas y serpientes, de mitos y fábulas, de herculanos y campeadores, que son los troglodíticos vestigios de Tiermes o Termancia. Claro que, también, a pocos kilómetros, poco más de media docena, le tienta a desembocar en ese otro pueblo, con fama de frío, de templario y también de cidiano por esa curiosa historia que se cuenta en relación al episodio de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, que es Castillejo de Robledo, donde una vez dejado atrás y en otra media docena de kilómetros más allá de sus montes, el viajero andarín y curioso traspasa las lindes de una nueva comunidad, la burgalesa –ancha, que no poco lo es Castilla-, teniendo a mano lugares tan curiosos como Fuentespina –otra vez esa persistente espinita, que aunque se clave en el corazón, no es precisamente a la que le cantaba Albert Hammond-, población ésta, de la que parte una senda que conduce a la curiosa ermita del Padre Eterno, que a su vez comparte protagonismo con los vecinos de Estebanvela, población de la que dista, aproximadamente, tres kilómetros-, Fuentelcésped y Aranda de Duero, hablando de una comarca cuya Ribera –aquí hemos de utilizar, condición sine qua non, palabras mayores- tiene fama merecida de exportar un soma sagrado –conocido en la vulgata populatis como vino- que por regla general suele presentarse por sí mismo en el paladar como el abrazo fraternal de un viejo amigo.

Tiempo después de apagadas las hogueras de la Inquisición y llevadas por el viento las cenizas de los desafortunados caballeros templarios y posiblemente también las respuestas a las muchas preguntas que sobre ellos y su presencia dejaron, otros personajes, más o menos relacionados, dejaron también su impronta o cuando menos, aportaron su granito de arena, y por supuesto, su leyenda. Tal es el caso del condestable D. Álvaro de Luna, el mapa de cuyo tesoro, pretendidamente oculto en algún agujero milagrosamente oculto todavía –como esa misteriosa y ambigua tercera colina de Medinaceli, donde cuenta la leyenda que fue enterrado Almanzor, con un lujo parecido a la también inencontrable tumba de Alejandro, aunque últimamente sobre ésta, alguna campanilla suena- de este hermoso lugar, que todavía conserva buena parte de su atractivo medieval, las hordas de turistas creen intuir en los numerosos restos –en su mayoría, románicos, incluidas las numerosas laudas y estelas sepulcrales, donde sin necesidad del ojo del buen cubero, se vislumbra alguna que otra cruz paté, que no de foie-,  un imaginario mapa, cuya equis quizá se encuentre en el centro de ese accidente artificial –digno representante de esa desafortunada España de secano, donde las tormentas solían descargar siempre lejos-, que a punto estuvo de privar al mundo de la pequeña Capilla Sixtina, que en tiempos fue la primorosa ermita de la Vera Cruz: el pantano de Linares. Sin embargo, sí que hay un pequeño enigma en el ábside de la iglesia de Santa María: una pequeña hornacina –si a ese hueco cuadriculado se le puede denominar tal-, que contiene una cruz y una calavera de piedra con una inscripción que reza así: P.M.B. REQUESCANT IN PACE, AÑO DE 1865.

Es difícil no preguntarse, siquiera por acicatar –que no acicutar- con un poco más de pimienta el sentido de la aventura, si en el fondo, Maderuelo no ha de resultar, después de todo, un pequeño y enigmático Rennes-le-Chateau español.