martes, 22 de septiembre de 2009

Pecharromán: iglesia románica de San Andrés


Dentro del románico cercano a Fuentidueña, la pequeña población segoviana de Pecharromán ofrece, en los detalles tanto exteriores como interiores de su iglesia de San Andrés, elementos de variada temática e interés. Algunos, como el gallo que adorna el capitel de la fotografía, símbolo solar, alusivo, por defecto, a la figura de San Juan Bautista, recuerda, en su ejecución, aquél otro que se encuentra en la galería tapiada de la iglesia de San Juan Bautista Degollado, situada en el despoblado soriano de Arganza y podría indicar, hipotéticamente hablando, por supuesto, un posible camino seguido por el cantero o la escuela cantera que la labró.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Tragedias paralelas: San Martín de Fuentidueña versus San Baudelio de Berlanga

Ahora son unas ruinas apenas irreconocibles; muñones de un gigante que, como en la leyenda egipcia de Osiris, tiene repartidos por el mundo fragmentos importantes de su cuerpo.
Algunos miembros reposan en el cercano pueblo, disimulados entre macetas llenas de flores de hermosa percha, elegante color y embriagador aroma; otros, formando parte del adobe de las paredes de sus calles, mudos, desconcertando a todo aquél que un día, anhelando contemplar románico de calidad, se los encuentra en su camino.

Pero el corazón de este Osiris, que un día se levantó con orgullo allá en lo más alto, junto a la puerta denominada de Alfonso VIII, al pie mismo mismo del camino que desciende a las bodegas, bajo el nombre reencarnado de iglesia de San Martín, descansa, para admiración de unos y escarnio y vergüenza de otros, allende los mares, en el Museo Metropolitano de Nueva York, en su sección denominada The Cloisters.






















domingo, 30 de agosto de 2009

Fuentidueña


Todavía hay suficiente luz cuando, finalizada nuestra inolvidable visita a ese rincón tan especial de las Hoces del río Duratón, donde se ubican las memorables ruinas del que otrora constituyera un importante cenobio religioso -el monasterio de la Virgen de los Ángeles de la Hoz- arribamos a este pequeño pueblecito, cuya antigua, longeva historia, estamos a punto de saborear, una vez convenientemente instalados en la posada rural Palacio de los Condes.
En realidad, y en cuanto a estos retazos históricos se refiere, enseguida nos percatamos de que muchos de ellos se encuentran desperdigados entre gran número de hogares actuales, ajenos por completo a su lugar original de emplazamiento y su primitiva función, detalle que, hasta cierto punto, me trae a la memoria los expolios sufridos -por poner un ejemplo, de lo que se podría denominar como síndrome de adquisición indebida- por el yacimiento soriano de Tiermes, y la fama de manos largas de los habitantes de algunos pueblos de alrededor, como sería el caso de Carrascosa de Arriba.
Este coleccionismo a ultranza, casero y sobre todo dañino para el Patrimonio y una mejor comprensión de nuestra Historia, sobre el que se deberían de tomar, en mi opinión, las oportunas medidas, dificulta, en grado sumo, el estudio y las labores de conservación de numerosos elementos del pasado que, a juzgar por las huellas aquí presentes, debió de ser importante y considerablemente rico.
No obstante, y en descargo de los habitantes de este hermoso pueblecito enclavado en la ladera norte de la ribera del Duratón, que aún conserva varios elementos que le otorgan un genuino sabor medieval, he de añadir, también, que incluso el Estado, en una maniobra muy poco popular e indigna, contribuyó, allá por el año 1957, a privar no sólo al pueblo, sino al resto de la nación, de uno de los elementos más importantes de su patrimonio autóctono: el ábside de la iglesia románica de San Martín, que se intercambió por varias de las pinturas originales de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga (Soria), en la actualidad expuestas en el Museo del Prado de Madrid.


miércoles, 26 de agosto de 2009

Hoces del Río Duratón y ruinas del Monasterio de Nª Sª de los Ángeles de la Hoz

Según reza un cartel situado en las proximidades, el origen del monasterio de la Virgen de los Ángeles de la Hoz, se pierde en la noche de los tiempos, aunque especifica, no obstante, que al parecer, en el siglo VIII, ya existía en el lugar un pequeño eremitorio, en el que también se veneraba la figura de otro santo de especial advocación: San Pantaleón de la Hoz.
Si hemos de juzgar sólo por la impresión que supone estar en ésta otra parte de lo que en tiempos se denominaba como el desierto del Duratón, podemos intuir, quizás, haciendo un prodigioso alarde de imaginación, lo que supondría, en un lugar de tales características, una aparición de la Santa Virgen.
Ocurrió, según las crónicas, en el año 1231, aunque éstas no especifican ese plumazo romántico que supone saber si esa tarde, en la que el humilde pastorcillo deambulaba por el lugar en compañía de su rebaño de ovejas, los rayos del sol se desparramaban por las laderas de los impresionantes farallones, dotando, de paso, con escamas de oro y grana la superficie de unas aguas teñidas con el color azul del cielo unas veces y con el verde marino, otras.
Resulta evidente que los buitres no sean los mismos que en la actualidad impresionan al visitante con sus mayestáticas, elegantes evoluciones, aunque sí parientes de aquéllos otros, que acaso una vez fueron confundidos con ángeles. Pudiera ser que, en el fondo, no sean, si no, ángeles convertidos en buitres por un encantamiento, estos que planean por encima de unas ruinas que en tiempos recibieron majestuosas, insignes visitas; como la de aquél rey, en cuyo imperio nunca se ponía el sol, y bajo cuyo mandato la Marina española sufrió el mayor revés de toda su historia, dejando, en el futuro, de ser orgullosamente invencible.
Siendo España un país pródigo en apariciones marianas, resulta evocador, no obstante, el interés de un rey -Felipe II, de quien la Historia nos cuenta que gustaba rodearse de magos y astrólogos, proyectando el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial con una esotérica idiosincracia- por un lugar generoso en milagros y prodigios. Ta vez ahí radique que, en el fondo, magia y naturaleza sean capaces de fundirse en un íntimo, alquímico abrazo, para conseguir deslumbrar a un visitante que, al poco de deambular por las parameras adyacentes a los farallones que conforman la tradicional cuchillada de San Frutos, comienza a creer en la posibilidad real de los sortilegios.
La brisa, que tienta los sentidos con fragancias a jara y a tomillo, parece susurrar en los oídos, levantándose desde el fondo mismo de los barrancos, acariciando unas ruinas que, varadas eternamente a la orilla del río, languidecen esperando un nuevo amanecer.

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domingo, 23 de agosto de 2009

Legendaria Vera Cruz

Los paseos por las calles de Segovia; los rayos del sol filtrándose por el milenario acueducto; la catedral; la Plaza del Platero Oquendo; la iglesia de San Martín y el recuerdo al comunero Juan Bravo; el lugar donde se alzaba la antigua puerta de San Martín, donde los Reyes de Castilla juraron guardar los Fueros de Segovia, antes de cruzarla; Casa Cándido; la Casa Curato, convertida en restaurante tradicional por Duque, pero donde antaño se levantaba la Parroquia de Santa Columba, una santa de más que probables acepciones irlandesas; el impresionante Alcázar, con sus torres picudas, dignas de un cuento de hadas; las verdes riberas del Eresma, junto a la iglesia de San Marcos, donde una placa recuerda parte de esa conocida Carta a Guiomar, donde Antonio Machado comentaba: hoy he podido pasear por los alrededores de Segovia, la Alameda del Eresma, San Marcos, la Fuencisla, el Camino Nuevo…todo, sin embargo, todo pierde buena parte de su magia cuando, mirando hacia el camino de Zamarramala, uno siente el magnetismo de la planta dodecagonal de la iglesia de la Vera Cruz, y una palabra brota ipso facto de los labios, como un lamento perdido en el tiempo: templarios.

Sábado, 8 de agosto. Aún falta una hora para que la iglesia abra sus puertas al público. Un público que, aparte de la curiosidad inherente a un edificio de semejantes características, siente, como un reclamo, el interés por lo desconocido, por el misterio, por esos enigmas históricos que cubren, como un impenetrable borrón de tinta, la historia de una orden de caballería medieval, la Orden del Temple, las vicisitudes de cuya vida, han encendido la imaginación de los hombres a lo largo de los siglos.

Monjes y guerreros; ascetas y místicos; votos de pobreza y enormes riquezas; devotos y paganos; guardianes del Grial; soldados de Dios; masones y piratas; poderosos y temidos…Tales pensamientos circulan en completo desorden por mi mente, mientras aguardo, de pie junto a una losa en la que alguien –vaya Vd. a sabor quién y cuándo- grabó, junto a una cruz, las crípticas iniciales: C, T. Y aquí empieza el dilema, porque, según dicen las malas o las buenas lenguas, cualquiera sabe, dichas iniciales significan, sencilla y llanamente, Caballero Templario y forman parte de una de las leyendas más conocidas.
En realidad, es difícil no hallarse frente a una construcción propia o considerada como tal, y no encontrarse con una o varias leyendas relacionadas. Tal vez aquí radique la magia del Temple que, lejos de legar una jugosa documentación que facilite la labor de los investigadores, su recuerdo, sin embargo, es pródigo en la memoria de las gentes.
Aquí en Segovia, y desde tiempo inmemorial, muchos de sus habitantes han crecido a la sombra de dos leyendas, en las que los aguerridos y misteriosos frailes con espuelas -como se recreaba en denominarles el poeta Gustavo Adolfo Bécquer- son los protagonistas indiscutibles.
Tristes, sin duda. Terribles leyendas, en las que figura, como elemento común cuyo rastro podemos encontrar hasta en el libro sagrado por excelencia, la Biblia, que siempre ha sumido en el temor y la superstición a la raza humana: las maldiciones.
Si hemos de creer en ellas, mejor dicho, en su poder intrínseco, absolutamente nada ni nadie estaría libre de su fatal influencia. Ni siquiera el Temple, con toda la fuerza y la magia de una compleja, celosa organización completamente innovadora para su época.
La primera de ellas, posiblemente la más conocida, es aquélla, en particular, que considera que ésta losa junto a la que me hallo situado, marca el lugar exacto en el que falleció un caballero templario, que murió defendiendo valientemente la iglesia y la sagrada reliquia que se custodiaba en su interior: un fragmento del Lignum Crucis.