martes, 28 de abril de 2015

Santa María de Riaza


Colgada sobre un cerro a las afueras de esta importante población segoviana, al pie mismo de esa carretera general que conduce al viajero hacia la frontera de una afamada Extremadura castellana como es Soria y su provincia y a no mucha distancia de lugares de impresionante historia, donde la piedra gime con melancólicos recuerdos -imagínense que nos referimos, por ejemplo, a la antigua Tiermes o Termancia-, la vieja iglesia de Santa María muestra con orgullo su milenaria estampa románica, hasta el punto de constituir -añadidos y estorbos posteriores aparte- uno de los templos en su género más singulares y atractivos de la mancomunidad y tierra de Sepúlveda. De un románico tardío, que bien podríamos situar, siquiera sea a ojo de buen cubero, a finales del siglo XII o comienzos del siglo XIII, su planta conserva el homogéneo equilibrio original, manteniendo una venerable galería porticada -posiblemente, remodelada en épocas posteriores- cuyos arcos están protegidos por un marco de hileras metálicas que impiden el paso a la sorprendente variedad de aves que abundan por la zona -viene a ser un detalle que se está implantando en numerosos templos- con las que, simbólicamente hablando, casi todas las culturas han tendido siempre a asociar con el alma humana. Añadida, como una prolongación de su cabecera original, una sobria construcción de austero aspecto, hace las funciones de sacristía. No obstante, la parte superior absidial, todavía conserva la serie de canecillos, completamente lisos, que contrastan por su austeridad con los elaborados motivos vegetales, por ejemplo, del ventanal que, milagrosamente, todavía se puede vislumbrar. Más elaborados, aunque de carácter rústico pero característicos de este tipo de edificaciones, son aquellos otros que, sin embargo, todavía se conservan en la parte superior, también coincidiendo con las series de canecillos del ábside, y que hemos de situar en la parte lateral sur del templo, los cuales muestran, a grosso modo, rostros y figuras humanas, así como una hermosa ave, quizás una paloma, en cuya cola se aprecia otra ave más pequeña, quizá su cría. Pieza destacable, por otra parte, es su magnífica portada, que posiblemente tenga algún tipo de influencia burgalesa -como ocurre con algunos otros templos de la vecina provincia soriana, con o sin la advocación particular de Santo Domingo de Silos-, en cuyos capiteles la imaginería del cantero nos ofrece las típicas arpías, alguna figura humana, leones e incluso, entre los motivos vegetales, la presencia de un símbolo de unión e inmortalidad, como es la piña. Destaca, así mismo, la decoración de la primera arquivolta, cuyos motivos muestran cruces de tipo patado inmersas en círculos. Tal vez sea este uno de los detalles que indujo al escritor y teósofo, Mario Roso de Luna, a especular con la presencia de templarios en tierras sepulvedanas, opinión que constató en uno de sus magníficos cuentos ocultistas -La Demanda del Santo Grial-, que forma parte de la recopilación publicada bajo el título de El Árbol de las Hespérides.
Para finalizar, apuntar el detalle de que durante una de las restauraciones, se descubrieron unas magníficas tablas del siglo XIV, que representaban un Pantocrátor, la degollación de los inocentes y la Adoración de los Magos. Además, en casas cercanas, aún se vislumbran posibles restos originales de la iglesia y en el cercano y pequeño cementerio, alguna curiosa estela funeraria.


viernes, 10 de abril de 2015

Pedraza: románico de andar por casa


No obstante la belleza de un pueblo como Pedraza, da congoja pensar que apenas quede rastro de esa inconmensurable riqueza románica que en época medieval hizo de esta villa –la antigua y romanizada Pretaria- una de las ciudades más prósperas e influyentes de ese grandioso terruño castellano que es el conjunto de Segovia. Desaparecidas o víctimas de una reconversión ajena por completo a los principios fundamentales para las que fueron creadas –principios que observaban la definición sambernardiana del concepto de Dios en mesura, equilibrio, longitud, proporción o medida; es decir, Geometría-, el patrimonio artístico pedrancero es historia pasada, posiblemente llevada por los arroyos San Miguel y Vadilla que discurren con nostalgia al pie del montículo donde se asienta, hasta fundirse con las aguas posiblemente más cantarinas del río Cega. Si interesante por advocación, Virgen del Carrascal –o de la Encina, que tomen nota, por si acaso, los seguidores de ese espectro fantástico que envuelve el gran misterio de la Orden del Temple-, hoy día su antiguo magnetismo, que atraía la atención de legiones de fieles ha visto el fin de sus piadosas intenciones, reconvertidísima en Centro Temático del Águila Real. Más doliente, no obstante y quizás, sea el destino de la que también en tiempos medievales –siglos XII a XIII-, fuera la no menos venerable ermita de San Pedro o de La Florida que, aun conservando buena parte de su primitivo origen románico, deja boquiabierto al visitante con su nuevo destino y función: vivienda particular. Particular y vivienda, sí, tipo chalecito alpino, habilitados y amarrados sus sillares con vistas a una depresión impresionante, que comparativa y poéticamente hablando, ofrece el aspecto de Arca amarada en monte Ararat. En definitiva: Pedraza, románico de andar por casa. 



miércoles, 8 de abril de 2015

Pedraza


Durante años, Pedraza fue ese pueblo entrañable, tradicional y agraciado que se colaba de rondón en todos los hogares españoles durante los días de Navidad. La Plaza -monumental como pocas-, la iglesia -cuyo románico se fue devaluando paulatinamente, vencido, cuando no humillado por unas nuevas tendencias menos vistosas, pero posiblemente más sólidas y voluntariosas-, su castillo, humillado también por los humores variopintos del tiempo y sus habitantes, curtidos por los gélidos vientos de la antigua Sierra del Dragón -Guadarrama-, pero acogedores, como antiguos y buenos castellanos, invitaban, con su humilde condición de rurales de santo y seña, a participar en ese decepcionante Eldorado que los guionistas, certeros siempre a la hora de señalar el blanco, denominaban como la ilusión de todos los años. Pasada la Epifanía, con la estrella guiando otra vez a los honestos magos a su misterioso lugar de procedencia en alguna ínsula todavía desconocida de Oriente, Pedraza recogía con nostalgia sus guirnaldas, sus habitantes se descolgaban del papel de extras televisivos hasta el próximo solsticio de invierno y las tierras volvían a acoger con agrado a la hermandad del laboreo. El Maese Invierno mantenía alejadas a las hordas de Don Turismo y en las tabernas las partidas de mus y tute volvían a reunir a la familia de principales prohombres del lugar; el futbolín volvía a convertirse en ese imaginario Santiago Bernabéu o Vicente Calderón y los eternos rivales madrileños volvían a enfrentarse, dirigidos a discreción por unos infanzones que soñaban con ser ases del balompié. La hermosa puerta medieval, con inequívoco pedigrí mudéjar -que la conquista de Sepúlveda, buena sangre cristiana costó, y ahí estaba la mano de obra mora para compensar-, continuaba su lánguida vigilia mirando las córcovas y quebradas hasta el infinito, rota su soledad por la llegada intempestiva de la furgoneta del carnicero o del pescadero o del land rover de la Guardia Civil, que venían a verificar que la ley y el orden seguían sin novedad, una vez convertida en reliquia turística, la vieja cárcel medieval. Hasta primavera, Pedraza Castilla y paz.