miércoles, 13 de julio de 2016

Cementerio viejo de Ayllón: portada de la ermita de San Nicolás


Ayllón, aunque indiscutiblemente monumental, no deja de ser, después de todo, ese cuerpo de toro sacrificado y desmembrado en aras de la fiesta arquitectónica nacional, cuyos valorables despojos, sin duda ya reliquias, se encuentran desperdigados por los cuatro puntos cardinales. Un buen ejemplo de ello, lo encontramos a las afueras de la ciudad, apenas unos insignificantes metros adentrados en esa carretera general que se dirige, entre otros lugares o destinos, a Aranda de Duero. Se trata de un elemento muy particular, antiguo y de gran belleza, que aproximadamente desde finales del siglo XIX, sirve como cancela de acceso al antiguo camposanto; pero que, allá por el siglo XII, constituía el orgulloso pórtico o uno de los orgullosos pórticos principales, de una de las numerosas ermitas románicas que circundaban la ciudad, y que hoy día son apenas un recuerdo poco menos que olvidado: la de San Nicolás.

Tétrica resulta, como bien advierte el cartel explicativo, la inscripción moderna -1871- que alegando aquello de Templo de la verdad es lo que ves: no desdeñes la voz que advierte que todo es ilusión, menos la muerte, que empotrada en la parte central superior del arco, demuestra insensibilidad hacia un arte, el románico, que posiblemente hayamos aprendido a valorar a menor celeridad con la que lo hemos ido reduciendo a cenizas. Excelente, sin embargo, debemos pensar que debió de ser en origen el trabajo escultórico, a juzgar por los huérfanos capiteles que, al menos en el caso del de la izquierda, según nos situamos enfrente de la portada, hace las funciones de hercúleo sustento para una cruz de piedra, mostrando como motivo dos fieros leones acorralando y devorando a un jabalí. Huérfano de cruz, por el contrario, los leones que mantienen unidas sus cabezas, contemplan irónicamente, desde el infinito inmutable de sus cuencas vacías, las cábalas, presumiblemente absurdas, de una generación que ha perdido, cuando menos en su conjunto, las claves que para las generaciones pretéritas constituyó el leit-motif de su cultura popular. En definitiva, como parece que nos esté indicando el rostro severo del canecillo que se localiza algunos centímetros por debajo, en el extremo opuesto de donde otro canecillo muestra lo que podría ser una pareja entregada a libidinosos arrumacos, la escuela del analfabeto: la Biblia de los pobres, como así lo describió Alberto Magno.

Lástima da ver tan poca cosa de lo que pudo tener tanta belleza, que es difícil no pensar en aquéllos herméticos versos de François Villon, cuyos cuartetos suspiraban por lo que había sido de las nieves de antaño.