domingo, 23 de agosto de 2009

Legendaria Vera Cruz

Los paseos por las calles de Segovia; los rayos del sol filtrándose por el milenario acueducto; la catedral; la Plaza del Platero Oquendo; la iglesia de San Martín y el recuerdo al comunero Juan Bravo; el lugar donde se alzaba la antigua puerta de San Martín, donde los Reyes de Castilla juraron guardar los Fueros de Segovia, antes de cruzarla; Casa Cándido; la Casa Curato, convertida en restaurante tradicional por Duque, pero donde antaño se levantaba la Parroquia de Santa Columba, una santa de más que probables acepciones irlandesas; el impresionante Alcázar, con sus torres picudas, dignas de un cuento de hadas; las verdes riberas del Eresma, junto a la iglesia de San Marcos, donde una placa recuerda parte de esa conocida Carta a Guiomar, donde Antonio Machado comentaba: hoy he podido pasear por los alrededores de Segovia, la Alameda del Eresma, San Marcos, la Fuencisla, el Camino Nuevo…todo, sin embargo, todo pierde buena parte de su magia cuando, mirando hacia el camino de Zamarramala, uno siente el magnetismo de la planta dodecagonal de la iglesia de la Vera Cruz, y una palabra brota ipso facto de los labios, como un lamento perdido en el tiempo: templarios.

Sábado, 8 de agosto. Aún falta una hora para que la iglesia abra sus puertas al público. Un público que, aparte de la curiosidad inherente a un edificio de semejantes características, siente, como un reclamo, el interés por lo desconocido, por el misterio, por esos enigmas históricos que cubren, como un impenetrable borrón de tinta, la historia de una orden de caballería medieval, la Orden del Temple, las vicisitudes de cuya vida, han encendido la imaginación de los hombres a lo largo de los siglos.

Monjes y guerreros; ascetas y místicos; votos de pobreza y enormes riquezas; devotos y paganos; guardianes del Grial; soldados de Dios; masones y piratas; poderosos y temidos…Tales pensamientos circulan en completo desorden por mi mente, mientras aguardo, de pie junto a una losa en la que alguien –vaya Vd. a sabor quién y cuándo- grabó, junto a una cruz, las crípticas iniciales: C, T. Y aquí empieza el dilema, porque, según dicen las malas o las buenas lenguas, cualquiera sabe, dichas iniciales significan, sencilla y llanamente, Caballero Templario y forman parte de una de las leyendas más conocidas.
En realidad, es difícil no hallarse frente a una construcción propia o considerada como tal, y no encontrarse con una o varias leyendas relacionadas. Tal vez aquí radique la magia del Temple que, lejos de legar una jugosa documentación que facilite la labor de los investigadores, su recuerdo, sin embargo, es pródigo en la memoria de las gentes.
Aquí en Segovia, y desde tiempo inmemorial, muchos de sus habitantes han crecido a la sombra de dos leyendas, en las que los aguerridos y misteriosos frailes con espuelas -como se recreaba en denominarles el poeta Gustavo Adolfo Bécquer- son los protagonistas indiscutibles.
Tristes, sin duda. Terribles leyendas, en las que figura, como elemento común cuyo rastro podemos encontrar hasta en el libro sagrado por excelencia, la Biblia, que siempre ha sumido en el temor y la superstición a la raza humana: las maldiciones.
Si hemos de creer en ellas, mejor dicho, en su poder intrínseco, absolutamente nada ni nadie estaría libre de su fatal influencia. Ni siquiera el Temple, con toda la fuerza y la magia de una compleja, celosa organización completamente innovadora para su época.
La primera de ellas, posiblemente la más conocida, es aquélla, en particular, que considera que ésta losa junto a la que me hallo situado, marca el lugar exacto en el que falleció un caballero templario, que murió defendiendo valientemente la iglesia y la sagrada reliquia que se custodiaba en su interior: un fragmento del Lignum Crucis.

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