Mano
de obra franca, y sin duda especializada en ese lenguaje de los pájaros que pasó sin apenas detenerse por Francos,
podemos encontrarla -una vez dejada atrás las poblaciones de Estebanvela,
Santibáñez de Ayllón y el desvío hacia lugares más apartados, como El
Negredo-, en poco más de una docena de
kilómetros, en ese asentamiento fronterizo que es la curiosa población de Grado
del Pico. De hecho, a seis kilómetros de Santibáñez, y ya en tierras de esa cabeza de Extremadura que es la Soria
pura, se encuentra uno de los lugares más curiosos de la zona, como es la
pequeña pero interesante población de Pedro, con su ermita hispano-visigoda del
siglo VII, el nacedero del río que lleva igual nombre y una talla mayestática, teothokos o Trono de Dios, románico-gótica que responde al nombre de Virgen del Val o del Valle, advocación que recuerda a esas hermosas Dianas que correteaban a su antojo por
estos lares en tiempos anteriores a la llegada de la marea de chapapote
judeo-cristiana, que fue reconvirtiendo la zona a la Nueva Religión. Pero Grado
del Pico, además de ésta cercanía a la Soria visigoda, mira también con ojo
avizor hacia un horizonte todavía de lo más mistérico y sugerente de una
Guadalajara celosa de sus arcanos misterios: la Sierra de Pela, con su pico más
alto –el Olímpico Santo Alto Rey, donde aparte de esa enigmática ermita donde
las leyendas de la zona situaban retenes templarios, el Ejército del Aire tiene
una base de detección de radar-, y poblaciones como Villacadima –despoblado,
pero con la interesante iglesia mudéjar de San Pedro-, Campisábalos –con su
iglesia de San Bartolomé y su Capilla del Caballero Galindo o San Galindo-, y
por supuesto, Albendiego, con su maravillosa iglesia de Santa Coloma. Que en
tiempos, igualmente debió de ser genuinamente maravilloso el templo de Grado
del Pico, dedicado a la figura de San Pedro –me gustaría pensar, para variar,
en el de la leyenda de las cadenas o ad Vincula-, del que, si bien muy modificado,
desgraciadamente, sobreviven algunos elementos de interés, que así parecen
confirmarlo.
Por su singularidad, así como por su excelente estado de
conservación, destaca el capitel izquierdo de la portada sur; posiblemente sea,
también, el que más llame la atención y por defecto, el que acapare más
miradas, pues sin duda esa representación de la Epifanía –con profusión de detalles, como la crucecita que se
aprecia junto a un disco solar entre la Madre y el Niño, o el acto de sumisión
de la teúrgia pagana a la liturgia cristiana que lleva a cabo
el mayor de los reyes, postrado y besando los pies del infante divino-, es de
lo más conocido y comentado. No obstante este comentario, llaman la atención, y
mucho, las cabezas de monstruos o animales que copan la última arquivolta de
esa misma portada, idénticas y posiblemente realizadas por el mismo cantero que
trabajó en la portada de la iglesia de San Andrés de Pecharromán, si bien ese
mismo tipo de representación y de forma –no diré que novedosa, pero sí cuando
menos curiosa-, se vuelve a localizar en uno de los capiteles de la galería
porticada –por desgracia, cegada, es de suponer que por ampliación de la nave,
como también parece serlo el cubículo levantado en la cabecera, que deja
huérfano, por su tamaño lo que bien pudiera haber sido uno de los absidiolos-,
con el añadido de las lianas o enredaderas que surgen de su boca, a la manera
de los conocidos green-men u hombres verdes de las tradiciones celtas,
cuyo protagonismo anduvo en boga en ciertos cuentos de índole esotérica de los
ciclos del Santo Grial, como el protagonizado por el caballero Gawain –cuyo escudo,
si mal no recuerdo, en ese episodio se correspondía con una estrella de cinco
puntas o pentáculo-, tema llevado a las grandes pantallas, en una película
recomendable, donde precisamente hacía de Hombre o Caballero Verde un actor que
dejó huella con su magnífica interpretación del agente con licencia para matar,
James Bond 007: Sean Conery.