martes, 21 de marzo de 2017

Grado del Pico: iglesia de San Pedro Apóstol


Mano de obra franca, y sin duda especializada en ese lenguaje de los pájaros que pasó sin apenas detenerse por Francos, podemos encontrarla -una vez dejada atrás las poblaciones de Estebanvela, Santibáñez de Ayllón y el desvío hacia lugares más apartados, como El Negredo-,  en poco más de una docena de kilómetros, en ese asentamiento fronterizo que es la curiosa población de Grado del Pico. De hecho, a seis kilómetros de Santibáñez, y ya en tierras de esa cabeza de Extremadura que es la Soria pura, se encuentra uno de los lugares más curiosos de la zona, como es la pequeña pero interesante población de Pedro, con su ermita hispano-visigoda del siglo VII, el nacedero del río que lleva igual nombre y una talla mayestática, teothokos o Trono de Dios, románico-gótica que responde al nombre de Virgen del Val o del Valle, advocación que recuerda a esas hermosas Dianas que correteaban a su antojo por estos lares en tiempos anteriores a la llegada de la marea de chapapote judeo-cristiana, que fue reconvirtiendo la zona a la Nueva Religión. Pero Grado del Pico, además de ésta cercanía a la Soria visigoda, mira también con ojo avizor hacia un horizonte todavía de lo más mistérico y sugerente de una Guadalajara celosa de sus arcanos misterios: la Sierra de Pela, con su pico más alto –el Olímpico Santo Alto Rey, donde aparte de esa enigmática ermita donde las leyendas de la zona situaban retenes templarios, el Ejército del Aire tiene una base de detección de radar-, y poblaciones como Villacadima –despoblado, pero con la interesante iglesia mudéjar de San Pedro-, Campisábalos –con su iglesia de San Bartolomé y su Capilla del Caballero Galindo o San Galindo-, y por supuesto, Albendiego, con su maravillosa iglesia de Santa Coloma. Que en tiempos, igualmente debió de ser genuinamente maravilloso el templo de Grado del Pico, dedicado a la figura de San Pedro –me gustaría pensar, para variar, en el de la leyenda de las cadenas o ad Vincula-, del que, si bien muy modificado, desgraciadamente, sobreviven algunos elementos de interés, que así parecen confirmarlo.

Por su singularidad, así como por su excelente estado de conservación, destaca el capitel izquierdo de la portada sur; posiblemente sea, también, el que más llame la atención y por defecto, el que acapare más miradas, pues sin duda esa representación de la Epifanía –con profusión de detalles, como la crucecita que se aprecia junto a un disco solar entre la Madre y el Niño, o el acto de sumisión de la teúrgia pagana a la liturgia cristiana que lleva a cabo el mayor de los reyes, postrado y besando los pies del infante divino-, es de lo más conocido y comentado. No obstante este comentario, llaman la atención, y mucho, las cabezas de monstruos o animales que copan la última arquivolta de esa misma portada, idénticas y posiblemente realizadas por el mismo cantero que trabajó en la portada de la iglesia de San Andrés de Pecharromán, si bien ese mismo tipo de representación y de forma –no diré que novedosa, pero sí cuando menos curiosa-, se vuelve a localizar en uno de los capiteles de la galería porticada –por desgracia, cegada, es de suponer que por ampliación de la nave, como también parece serlo el cubículo levantado en la cabecera, que deja huérfano, por su tamaño lo que bien pudiera haber sido uno de los absidiolos-, con el añadido de las lianas o enredaderas que surgen de su boca, a la manera de los conocidos green-men u hombres verdes de las tradiciones celtas, cuyo protagonismo anduvo en boga en ciertos cuentos de índole esotérica de los ciclos del Santo Grial, como el protagonizado por el caballero Gawain –cuyo escudo, si mal no recuerdo, en ese episodio se correspondía con una estrella de cinco puntas o pentáculo-, tema llevado a las grandes pantallas, en una película recomendable, donde precisamente hacía de Hombre o Caballero Verde un actor que dejó huella con su magnífica interpretación del agente con licencia para matar, James Bond 007: Sean Conery.


jueves, 16 de marzo de 2017

La iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz, de Francos


Dicen que los de Francos tienen un Cristo muy famoso y milagrero, que por alguna circunstancia afortunada, no sólo sobrevivió a las continuas disputas entre moros y cristianos, en aquellos tiempos heróicos en los que un tal Rodrigo Díaz de Vivar –alias, el Cid Campeador-, se vio impelido, seguramente por reaccionario, a ejercer el duro oficio de marchante, haciendo camino al andar –cuando no sobre la mar, como diría el poeta-, a golpe de mandoble y tamboril. Lejos quedan ya esos gloriosos tiempos y esas, en apariencia gloriosas hazañas bélicas, que hoy en día se recuerdan, adornadas no sin cierta presunción o exageración, en páginas escritas en olor de partidismo triunfal. De esa época –cuando, supuestamente en un pesebre de Taranco ya había nacido una espinita, que por algún designio divino se llamó Castilla, aunque no hubiera ni estrella, ni magos ni por tanto, ofrendas de oro, de plata y de mirra, a excepción de los impuestos revolucionarios a los reinos moros de taifas-, en la que los reinos constituían algo similar a lo que algún escritor afín al círculo de H.P. Lovecraft y sus mitos de Cthulhu –Frank Belnap Long- definió como los perros o sabuesos de Tíndalos, donde se bregaba a brazo partido –o con un par- por sus propios fueros, aunque en las mentes soberanas –tal vez alentadas por aquellas mismas brujas que se hicieron las encontradizas con Macbeth, pues no en vano tocaban el arpa con los hilos de su vida-, ya comenzaba a flamear al viento la oriflama gloriosa del sentido nacional, que al grito de Santiago y cierra España quedaría definitivamente sellado en 1492, con la toma de Granada, cuya pérdida cuenta la leyenda que amargas lágrimas le costara al pobre Boabdil, cuyo espíritu fue condenado a vagar por los siglos de los siglos por los rincones de esos dominios que no había sabido defender como hombre.

De esa época, es decir, de esa España todavía no cerrada, pero en vías de unificar los eslabones pendientes –una España, en la que ya se alternaban los gozos y las sombras, como diría Gonzalo Torrente Ballester-, queda todavía mucho que ver y no poco, en consecuencia, que decir, sobre todo si pensamos en la marea románica que procedente de ese norte indómito se abatió por estas latitudes –recordemos, que por su situación, Francos ronda las fronteras de Guadalajara, Soria y Burgos-, donde monte, tierra de labor, barbecho y algún que otro Nuncajamás o despoblado, parecen imanes que caminan eternamente –como la Santa Compaña en las encrucijadas camineras de Galicia-, en dirección a un horizonte cada vez más lejano e inalcanzable. Aparte, pues, del nombre y del Cristo, conserva Francos, de aquellos lodos barruntados a toque de escuadra, cartabón y matacaballo –que desde los tiempos de Adán, el hombre no ha tenido más remedio que ganarse el pan con el sudor de su frente-, parte de una iglesuela, la visión de cuya cabecera enternece, hasta el punto de preguntarse –por lo menos, así lo hizo el que suscribe-, si a la vista de esos simples y toscos canecillos –de alguna manera, comparables a un arcaico fotomatón de la época-, cabría justificación el pensamiento de que un grupo de niños grandes jugaron un día a ser albañiles de Dios. Y al hacerlo, dejaron inmortalizadas unas cabezas diminutas –quizás atacadas por un principio degenerativo de jivarismo-, cuyos rostros, tal vez cansados de mirar sin ver –y vuelvo, con perdón pero con gratitud, a parafrasear a mi estimado don Antonio-, plantean serios problemas de identificación, si bien pudiera pensarse de ellos, como una referencia a los personajes más característicos de aquél momento y lugar, tal y como el maestro, el cura, el pregonero y el boticario lo eran en aquella inolvidable serie dirigida por Antonio Mercero y emitida en los televisores en blanco y negro de los años setenta, como Crónicas de un pueblo. Cabezas, por defecto, que recuerdan mucho, por su estilo, tamaño y tosca ejecución, las que se pueden apreciar en el enigmático templo de San Pedro de Cerbón, en la vecina provincia de Soria.

De aquellos lodos medievales, como decía, parecen ser también la curiosa garita adosada a la torre -posición desde la que seguramente algún desesperado vigía oteaba el horizonte, esperando en vano a un enemigo que no aparecía nunca, como le ocurrió al joven teniente protagonista de la novela de Buzzati, El desierto de los tártaros-, la galería porticada, que por arte de birlibirloque -las palabras Abracadabra y Shenamforash, inducirían a pensar en una magia muy superior al simple ilusionismo del cambio de manos-, no muestra los capiteles originales, hueco salvado de una manera muy mudéjar, en base al relleno de ladrillo, aunque no obstante, sí conserva su portada original.