Dicen
que los de Francos tienen un Cristo muy famoso y milagrero, que por alguna
circunstancia afortunada, no sólo sobrevivió a las continuas disputas entre
moros y cristianos, en aquellos tiempos heróicos en los que un tal Rodrigo Díaz
de Vivar –alias, el Cid Campeador-, se vio impelido, seguramente por
reaccionario, a ejercer el duro oficio de marchante, haciendo camino al andar
–cuando no sobre la mar, como diría el poeta-, a golpe de mandoble y tamboril.
Lejos quedan ya esos gloriosos tiempos y esas, en apariencia gloriosas hazañas
bélicas, que hoy en día se recuerdan, adornadas no sin cierta presunción o
exageración, en páginas escritas en olor de partidismo triunfal. De esa época
–cuando, supuestamente en un pesebre de Taranco ya había nacido una espinita,
que por algún designio divino se llamó Castilla, aunque no hubiera ni estrella,
ni magos ni por tanto, ofrendas de oro, de plata y de mirra, a excepción de los
impuestos revolucionarios a los reinos moros de taifas-, en la que los reinos
constituían algo similar a lo que algún escritor afín al círculo de H.P.
Lovecraft y sus mitos de Cthulhu
–Frank Belnap Long- definió como los
perros o sabuesos de Tíndalos, donde se bregaba a brazo partido –o con un par- por sus propios fueros, aunque
en las mentes soberanas –tal vez alentadas por aquellas mismas brujas que se
hicieron las encontradizas con Macbeth, pues no en vano tocaban el arpa con los
hilos de su vida-, ya comenzaba a flamear al viento la oriflama gloriosa del
sentido nacional, que al grito de Santiago
y cierra España quedaría definitivamente sellado en 1492, con la toma de
Granada, cuya pérdida cuenta la leyenda que amargas lágrimas le costara al
pobre Boabdil, cuyo espíritu fue condenado a vagar por los siglos de los siglos
por los rincones de esos dominios que no había sabido defender como hombre.
De
esa época, es decir, de esa España todavía no cerrada, pero en vías de unificar
los eslabones pendientes –una España, en la que ya se alternaban los gozos y las sombras, como diría
Gonzalo Torrente Ballester-, queda todavía mucho que ver y no poco, en
consecuencia, que decir, sobre todo si pensamos en la marea románica que procedente de ese norte indómito se abatió
por estas latitudes –recordemos, que por su situación, Francos ronda las
fronteras de Guadalajara, Soria y Burgos-, donde monte, tierra de labor,
barbecho y algún que otro Nuncajamás
o despoblado, parecen imanes que caminan eternamente –como la Santa Compaña en las encrucijadas camineras de Galicia-, en
dirección a un horizonte cada vez más lejano e inalcanzable. Aparte, pues, del
nombre y del Cristo, conserva Francos, de aquellos lodos barruntados a toque de
escuadra, cartabón y matacaballo –que desde los tiempos de Adán, el hombre no
ha tenido más remedio que ganarse el pan con el sudor de su frente-, parte de
una iglesuela, la visión de cuya cabecera enternece, hasta el punto de
preguntarse –por lo menos, así lo hizo el que suscribe-, si a la vista de esos
simples y toscos canecillos –de alguna manera, comparables a un arcaico
fotomatón de la época-, cabría justificación el pensamiento de que un grupo de
niños grandes jugaron un día a ser albañiles de Dios. Y al hacerlo, dejaron
inmortalizadas unas cabezas diminutas –quizás atacadas por un principio
degenerativo de jivarismo-, cuyos rostros, tal vez cansados de mirar sin ver –y
vuelvo, con perdón pero con gratitud, a parafrasear a mi estimado don Antonio-,
plantean serios problemas de identificación, si bien pudiera pensarse de ellos,
como una referencia a los personajes más característicos de aquél momento y
lugar, tal y como el maestro, el cura, el pregonero y el boticario lo eran en
aquella inolvidable serie dirigida por Antonio Mercero y emitida en los
televisores en blanco y negro de los años setenta, como Crónicas de un pueblo. Cabezas, por defecto, que recuerdan mucho,
por su estilo, tamaño y tosca ejecución, las que se pueden apreciar en el
enigmático templo de San Pedro de Cerbón, en la vecina provincia de Soria.
De aquellos lodos medievales, como decía, parecen ser también la curiosa garita adosada a la torre -posición desde la que seguramente algún desesperado vigía oteaba el horizonte, esperando en vano a un enemigo que no aparecía nunca, como le ocurrió al joven teniente protagonista de la novela de Buzzati, El desierto de los tártaros-, la galería porticada, que por arte de birlibirloque -las palabras Abracadabra y Shenamforash, inducirían a pensar en una magia muy superior al simple ilusionismo del cambio de manos-, no muestra los capiteles originales, hueco salvado de una manera muy mudéjar, en base al relleno de ladrillo, aunque no obstante, sí conserva su portada original.
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