jueves, 16 de marzo de 2017

La iglesia de la Exaltación de la Santa Cruz, de Francos


Dicen que los de Francos tienen un Cristo muy famoso y milagrero, que por alguna circunstancia afortunada, no sólo sobrevivió a las continuas disputas entre moros y cristianos, en aquellos tiempos heróicos en los que un tal Rodrigo Díaz de Vivar –alias, el Cid Campeador-, se vio impelido, seguramente por reaccionario, a ejercer el duro oficio de marchante, haciendo camino al andar –cuando no sobre la mar, como diría el poeta-, a golpe de mandoble y tamboril. Lejos quedan ya esos gloriosos tiempos y esas, en apariencia gloriosas hazañas bélicas, que hoy en día se recuerdan, adornadas no sin cierta presunción o exageración, en páginas escritas en olor de partidismo triunfal. De esa época –cuando, supuestamente en un pesebre de Taranco ya había nacido una espinita, que por algún designio divino se llamó Castilla, aunque no hubiera ni estrella, ni magos ni por tanto, ofrendas de oro, de plata y de mirra, a excepción de los impuestos revolucionarios a los reinos moros de taifas-, en la que los reinos constituían algo similar a lo que algún escritor afín al círculo de H.P. Lovecraft y sus mitos de Cthulhu –Frank Belnap Long- definió como los perros o sabuesos de Tíndalos, donde se bregaba a brazo partido –o con un par- por sus propios fueros, aunque en las mentes soberanas –tal vez alentadas por aquellas mismas brujas que se hicieron las encontradizas con Macbeth, pues no en vano tocaban el arpa con los hilos de su vida-, ya comenzaba a flamear al viento la oriflama gloriosa del sentido nacional, que al grito de Santiago y cierra España quedaría definitivamente sellado en 1492, con la toma de Granada, cuya pérdida cuenta la leyenda que amargas lágrimas le costara al pobre Boabdil, cuyo espíritu fue condenado a vagar por los siglos de los siglos por los rincones de esos dominios que no había sabido defender como hombre.

De esa época, es decir, de esa España todavía no cerrada, pero en vías de unificar los eslabones pendientes –una España, en la que ya se alternaban los gozos y las sombras, como diría Gonzalo Torrente Ballester-, queda todavía mucho que ver y no poco, en consecuencia, que decir, sobre todo si pensamos en la marea románica que procedente de ese norte indómito se abatió por estas latitudes –recordemos, que por su situación, Francos ronda las fronteras de Guadalajara, Soria y Burgos-, donde monte, tierra de labor, barbecho y algún que otro Nuncajamás o despoblado, parecen imanes que caminan eternamente –como la Santa Compaña en las encrucijadas camineras de Galicia-, en dirección a un horizonte cada vez más lejano e inalcanzable. Aparte, pues, del nombre y del Cristo, conserva Francos, de aquellos lodos barruntados a toque de escuadra, cartabón y matacaballo –que desde los tiempos de Adán, el hombre no ha tenido más remedio que ganarse el pan con el sudor de su frente-, parte de una iglesuela, la visión de cuya cabecera enternece, hasta el punto de preguntarse –por lo menos, así lo hizo el que suscribe-, si a la vista de esos simples y toscos canecillos –de alguna manera, comparables a un arcaico fotomatón de la época-, cabría justificación el pensamiento de que un grupo de niños grandes jugaron un día a ser albañiles de Dios. Y al hacerlo, dejaron inmortalizadas unas cabezas diminutas –quizás atacadas por un principio degenerativo de jivarismo-, cuyos rostros, tal vez cansados de mirar sin ver –y vuelvo, con perdón pero con gratitud, a parafrasear a mi estimado don Antonio-, plantean serios problemas de identificación, si bien pudiera pensarse de ellos, como una referencia a los personajes más característicos de aquél momento y lugar, tal y como el maestro, el cura, el pregonero y el boticario lo eran en aquella inolvidable serie dirigida por Antonio Mercero y emitida en los televisores en blanco y negro de los años setenta, como Crónicas de un pueblo. Cabezas, por defecto, que recuerdan mucho, por su estilo, tamaño y tosca ejecución, las que se pueden apreciar en el enigmático templo de San Pedro de Cerbón, en la vecina provincia de Soria.

De aquellos lodos medievales, como decía, parecen ser también la curiosa garita adosada a la torre -posición desde la que seguramente algún desesperado vigía oteaba el horizonte, esperando en vano a un enemigo que no aparecía nunca, como le ocurrió al joven teniente protagonista de la novela de Buzzati, El desierto de los tártaros-, la galería porticada, que por arte de birlibirloque -las palabras Abracadabra y Shenamforash, inducirían a pensar en una magia muy superior al simple ilusionismo del cambio de manos-, no muestra los capiteles originales, hueco salvado de una manera muy mudéjar, en base al relleno de ladrillo, aunque no obstante, sí conserva su portada original.


No hay comentarios: