Si
desde Maderuelo volviésemos otra vez a Ayllón, siguiendo esa sufrida y
curvilínea carreterilla –generalmente atestada de ciclistas, que suelen brotar
como hongos, sobre todo los fines de semana, haya o no llovido y a continuación
salido el sol-, y no nos induce la curiosidad, al acercarnos al pueblo de
Languilla y ver la torre de su iglesia en la distancia, de detenernos y echar
un vistazo –más que nada, por no continuar camino con ese siniestro estribillo dubitativo
del que sí que, que no que
zumbándonos en los oídos-, perderemos la ocasión de apreciar, cuando menos, dos
elementos que han de conmover, en mayor o menor medida, nuestra sensibilidad
artística: una notable portada románica y un singular retablo gótico. La
iglesia, levantada, según parece, ad
maioren gloriam de ese Anubis
judeo-cristiano, guerrero, juez y parte y honoríficamente nacido arcángel, dada
su naturaleza y condición y de nombre Miguel –tú lo vales o quién como Dios,
aunque antes que él, también tuvo Apolo unas credenciales similares,
incluida la serpiente con la que sacar punta al alfiler-, no recuerda, en la
actualidad, para nada, esa preciosa conjunción de habilidad, geometría,
equilibrio y mesura –entre otras-, con la que los canteros medievales hacían
cantar a la piedra al ritmo de maza y compás, de igual manera a como los pastores
de Andalucía lo hacían, y continúan haciéndolo, con la flauta y el tamboril,
mientras los corderos trotan felices al son de las campanillas que cuelgan de
sus inmaculados pescuezos. De hecho, uno se pregunta, viendo ese cubo de Rubik, en el que se ha convertido
su ábside o cabecera, si los canteros que decidieron cruzar el Rubicón –ea, alea jacta est- y asentarse en la
orilla de aguas estancadas de ese barroco revenido –tal y como hicieron los
israelitas con el becerro de oro, mientras Moisés se recuperaba del viaje de
peyote en la cima del monte Horeb-, en qué momento y por qué desafortunadas
circunstancias, el Arte se travistió en simple Albañilería, quedando atrapados
maestros, oficiales y aprendices en un intento, definitivamente chapucero, de
llegar a conseguir la cuadratura del círculo.
Cuadraturas o círculos aparte,
pena da ver que ni siquiera se respetó la galería de un templo que, a juzgar
por sus características y por la portada sobreviviente, a la que hacíamos
referencia, debió de ser verdaderamente espectacular. Tampoco sirve de nada
lamentarse y dejando a un lado ese resto de genuina galería porticada venida a
menos por el siroco del gusto, o el mal gusto y la moda, mejor será acercarnos
a la portada y deleitarnos, en la medida de lo posible, con ese pequeño conjunto
de arquetipos con el que se pretendía, entre otras cosas, evangelizar a un
pueblo tradicionalmente analfabeto. Cuentan esos pequeños versículos que son
sus capiteles historiados, relatos que aún ungidos por una literalidad, en algunos
casos, no sólo increíble sino también genuinamente infantil, nos remontan a
episodios más o menos conocidos. En parte de ellos, quizás siguiendo la línea
iniciada, por ejemplo, en aquella entrañable reliquia que es San Martiño de
Mondoñedo, considerada como la primera catedral de Galicia, el anónimo cantero
nos describe, no esa tradicional Última Cena –donde, según la interpretación de
canteros y lugares, el número de comensales oscila como el péndulo de Foucault
(1)-, sino aquélla otra, remedo de las bacanales romanas, donde ese vehículo de
perdición llamado Salomé, obtiene como recompensa, una vez alborotado el corral
masculino con su sensual baile, la cabeza de San Juan Bautista. En la escena no
falta, desde luego, la presencia de ese tócamerroque,
que es siempre el diablo, calentando todavía más los oídos de un rey Herodes –ya
tenían experiencia el uno con el otro, tal y como así nos refiere también otro
capitel historiado de la iglesia del monasterio soriano de San Juan de Duero,
en relación a la matanza de los inocentes- cuya pusilanimidad estaba ya de por
sí puesta en evidencia de antemano, si recordando su condición de hombre y lo
débil, en definitiva, que es la carne, le
añadimos aquél refrán que dice aquello de: cabra
que tira al monte…
No faltan, tampoco, referencias –me
pregunto, si quizás el cantero pecó aquí de exceso de moralismo o, en su
defecto, de una acusada misoginia-, a ese otro eterno sentido de culpabilidad y
espada de Damocles de la mujer, que es la historia de Adán y Eva. Punto. Junto
a ellos, esas supuestas alusiones a los vicios y pecados, encarnadas por arpías
y otros seres fantásticos y mitológicos, además de aves –juntan éstas sus
cuellos, formando un corazón, motivo que se aprecia en otros templos del
románico segoviano, como puede ser, el de Santa Marta del Cerro-, que sirven de
cobertura a unas graciosas cabecitas que surgen de la floresta,
representativas, en algún caso y por esos zarcillos que muestran en su boca, de
los Green-men o hombres verdes de la antigua religión. Merece la pena, fijarse en
el motivo ondulado de la arquivolta superior, que forma una especie de motivo
ondulado o romboidal, que se aprecia también en la portada norte de la iglesia
de San Pedro de Ávila. El retablo mayor, delicioso, si bien tuvo que ser
restaurado a consecuencia de los daños sufridos en un incendio, muestra un tema
que estuvo muy de presente en la mitología cristiana a partir del siglo IV: los
milagros del arcángel San Miguel y su primera aparición en el Monte Gargano,
guarida de una terrible serpiente o dragón, en cuyas entrañas –dígase esto a
ojo de buen cubero-, debió de existir, probablemente en tiempos, un santuario
pagano; tal vez, un símil en la línea de los misterios eleusinos y esa especie
de terapia espiritual –largamente comentada por Platón y Parménides, entre
otros-, o descenso ad ínferos:
descenso a los infiernos.
Llama la atención, por último, la sustitución en elcalvario de la capilla adyacente, situado enfrente de una pila, románica
también, de las denominadas de gajos por el diseño y forma de copa, de la
típica figura del Evangelista por la del Bautista. La presencia de éste, aunque
extraña, ya tuvo algún precedente, como nos comenta J.K. Huysmans en relación
al famoso retablo de Isenheim, si bien allí aparecía esplendorosamente
transfigurado, una vez pasado por el terrible trance de la muerte, cumplida su
propia profecía. Aquella que decía: yo
tengo que menguar, para que Él crezca.
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