Situada
en plena Plaza Mayor, la iglesia de San Miguel, uno de los escasos ejemplos,
más o menos sobrevivientes, de ese brillante arte bizantino que en el pasado
dotó de importancia y esplendor a la antigua y señorial villa de Ayllón, aunque
muy alterada en su estructura original, conserva, todavía, algunos detalles de
interés, sobre los que centrar, siquiera de una manera breve, la atención. Si
bien, su portada original está incompleta, al menos en cuanto a capiteles se
refiere, aunque conserva dos de ellos; los motivos escultóricos que se observan
en los arcosolios, conllevan un interesante simbolismo: nudos, motivos
ondulantes, como las aguas primigenias o las aguas del bautismo, bolas, el
ajedrezado del denominado tipo jaqués, flores de ocho pétalos, etc., siendo
aves y leones afrontados los motivos que, más o menos alterados, completan la
imaginería de los capiteles sobrevivientes. El ábside o cabecera, por otra
parte, conserva también, en la escultura y temática de sus canecillos, parte de
esos sugerentes arquetipos, que hicieron de este arte un compendio especial
para la interpretación y un pequeño espejo, metafóricamente hablando, donde
contemplar detalles antropológicos y hermenéuticos, que con paso firme o por el
contrario renqueante, nos acercan, de cualquier manera a los modos de pensar,
de vivir y de actuar de toda una época que, posiblemente hoy en día, se nos
antoje, cuando menos, fascinante. Como las águilas que forman parte de los
símbolos que acompañan a dos de los arcanos mayores de esa sublime enciclopedia
psicológica que en el fondo son las cartas del Tarot, el Emperador y la
Emperatriz, una de las esculturas de un pequeño capitel situado en uno de los
ventanales del ábside, nos muestra un águila bicéfala, cuyas cabezas, como el
primitivo símbolo de los peces utilizado por los primeros cristianos, miran
hacia los polos y parecen querer llamar nuestra atención hacían dos aspectos o
dos cuestiones muy concretas: lo temporal y lo espiritual.
De una y otra
materia, probablemente, sea la esencia granítica que acompaña, algunos metros
más arriba, a la variada serie de canecillos y temáticas: al mundo temporal, y
no obstante, en su pensamiento y en su esfuerzo seguramente brillaba la idea de
la perdurabilidad, un cantero nos muestra, pico en mano, el laborioso camino,
no siempre grato, que ha de emprenderse hasta conseguir el pulido adecuado, en
una moraleja donde la piedra, como el ser humano, ha de desprenderse de toda
mácula hasta conseguir el estado ideal. Los músicos, ya sea solos o
acompañados, nos conectan con ese mundo del inconsciente donde todavía habitan
las musas y donde la Diosa continúa agazapada, tal vez protegida por ese
centauro-sagitario que mantiene su arco dirigido hacia aquéllos milites que,
una vez desprovistos de sus capas, se entregan al noble arte de la lucha,
mientras entre unos y otros, los motivos foliáceos o vegetales nos invitan a
contemplar la vida desde una perspectiva cíclica, donde muerte y renacimiento
no dejan de ser, al fin y al cabo, diferentes caras de una misma moneda.
Esto,
podría decirse que es, en resumidas cuentas, parte de esa ensoñación a la que
nos invita la contemplación de este templo de San Miguel, no ajena, desde luego,
a cualquier otra de su misma época y estilo.
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