Ayllón,
aunque indiscutiblemente monumental, no deja de ser, después de todo, ese
cuerpo de toro sacrificado y desmembrado en aras de la fiesta arquitectónica nacional,
cuyos valorables despojos, sin duda ya reliquias, se encuentran desperdigados
por los cuatro puntos cardinales. Un buen ejemplo de ello, lo encontramos a las
afueras de la ciudad, apenas unos insignificantes metros adentrados en esa
carretera general que se dirige, entre otros lugares o destinos, a Aranda de
Duero. Se trata de un elemento muy particular, antiguo y de gran belleza, que
aproximadamente desde finales del siglo XIX, sirve como cancela de acceso al
antiguo camposanto; pero que, allá por el siglo XII, constituía el orgulloso
pórtico o uno de los orgullosos pórticos principales, de una de las numerosas
ermitas románicas que circundaban la ciudad, y que hoy día son apenas un
recuerdo poco menos que olvidado: la de San Nicolás.
Tétrica resulta, como bien
advierte el cartel explicativo, la inscripción moderna -1871- que alegando
aquello de Templo de la verdad es lo que ves: no desdeñes la voz que advierte
que todo es ilusión, menos la muerte, que empotrada en la parte central
superior del arco, demuestra insensibilidad hacia un arte, el románico, que
posiblemente hayamos aprendido a valorar a menor celeridad con la que lo hemos
ido reduciendo a cenizas. Excelente, sin embargo, debemos pensar que debió de
ser en origen el trabajo escultórico, a juzgar por los huérfanos capiteles que,
al menos en el caso del de la izquierda, según nos situamos enfrente de la
portada, hace las funciones de hercúleo sustento para una cruz de piedra,
mostrando como motivo dos fieros leones acorralando y devorando a un jabalí.
Huérfano de cruz, por el contrario, los leones que mantienen unidas sus
cabezas, contemplan irónicamente, desde el infinito inmutable de sus cuencas
vacías, las cábalas, presumiblemente absurdas, de una generación que ha
perdido, cuando menos en su conjunto, las claves que para las generaciones
pretéritas constituyó el leit-motif
de su cultura popular. En definitiva, como parece que nos esté indicando el
rostro severo del canecillo que se localiza algunos centímetros por debajo, en el extremo opuesto de donde otro canecillo muestra lo que podría ser una pareja
entregada a libidinosos arrumacos, la escuela del analfabeto: la Biblia de los
pobres, como así lo describió Alberto Magno.
Lástima da ver tan poca cosa de lo
que pudo tener tanta belleza, que es difícil no pensar en aquéllos herméticos
versos de François Villon, cuyos cuartetos suspiraban por lo que había sido de
las nieves de antaño.
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