domingo, 23 de febrero de 2014

Un Patrimonio que se viene abajo: las casas románicas de Segovia


'Nacido en una casa que conserva aún vestigios románicos, en Segovia, la ciudad de Europa en que los monumentos románicos -religiosos o civiles- son más numerosos, confieso mi predilección por este estilo, uno de los más bellos y perfectos que, a lo largo de los siglos, han inventado los hombres: un sistema completo en el cual son posibles la catedral y la más humilde ermita campesina...' (1).

Con estas palabras, comenzaba la presentación que Don Juan de Contreras y López de Ayala, Marqués de Lozoya, dedicaba a un segoviano cuya obra, quizás no demasiado conocida por el público en general, constituye no sólo un auténtico esfuerzo intelectual, sino también un meritorio ejercicio de admiración hacia uno de los estilos artístico-religiosos que posiblemente haya despertado, mucho más que otros, la pasión de numerosas generaciones: el Románico. Qué duda cabe que en el caso del autor, el haber nacido y vivido en una ciudad como Segovia -donde, como decía el Señor Marqués de Lozoya, los monumentos románicos, tanto religiosos como civiles, son más numerosos-, haya constituido el auténtico despertar de una conciencia, que habría de inducirle no sólo a caminar de seminario en seminario hasta alcanzar la graduación del sacerdocio, sino también de embarcarse en un auténtico viaje en el tiempo, buscando, probablemente, las mismas claves que iluminaban la fe que animaba en el alma de los constructores medievales; una fe y unas claves que, aunque visiblemente alteradas por el tiempo y por los hombres, todavía constituyen uno de nuestros más excelsos patrimonios y cuya búsqueda sea, después de todo y en mi opinión, una de las aventuras más fascinantes del espíritu.
Resulta evidente, por otra parte, que si bien las posturas encontradas, las nuevas tendencias y ese aparente agnosticismo que caracteriza a nuestra moderna sociedad, quizás más racional y científica que nunca, inmersa en el universo de la magia tecnológica, sea precisamente éste, el espíritu, y su mejor virtud, la curiosidad, quienes, paradójicamente, continúen empujando al hombre a tomarse un respiro, a mirar atrás y a buscar, siquiera como aficionado, esos rincones tradicionales cuya visión y sensaciones logran que por un instante, anclada el alma en el puerto de los agobios cotidianos de una vida inexorablemente marcada por los feudos modernos de la política y la economía, constituyen una bocanada de aire fresco capaz de conseguir que cada vez sean más las personas empeñadas en disfrutar de eso que, en buena ley, se ha llamado turismo cultural. Segovia, después de todo, continúa siendo una ciudad cultural de primer orden. Pero lejos de sus fascinantes monumentos, es en los restos de su casco antiguo, entre las sombras y estrecheces de la antigua judería o en esas calles de Daoiz y Velarde, que más allá de la catedral y de la iglesia de San Andrés conducen hacia el ensueño de castillo de cuento que por su forma es el Alcázar y desde el que se tiene una formidable perspectiva de la mítica Vera Cruz, del monasterio del Parral o del paso lánguido y melancólico del Eresma, donde apenas ha cambiado un ápice de las riberas por las que paseaba un triste y pensativo Antonio Machado, donde, con el alma encogida por el abandono, y en su gran mayoría luciendo el cartel de Se Vende, tiene la sensación, no obstante, de que el tiempo se le escapa de las manos y emulando a Proust, observa con atención esas portaladas románicas, intentando, después de ver esas rosarias pétreas que forman los entramados de sus capiteles, o ese Cristo atado a la columna y azotado o esa Piedad mortalmente herida con el cuerpo de su hijo desmadejado en su regazo, que quizás su intento de buscar el tiempo perdido pueda llegar a ser infructuoso y tal vez, en un futuro no demasiado lejano, la estatua de San Frutos, que campea en la portada principal de la catedral, pase la última de las hojas del libro de piedra que sostiene entre las manos, y se cumpla la leyenda, llegando el postrero fin para un tesoro que nunca se debió dejar perder: las casas románicas del casco antiguo.  

 
(1) Manuel Guerra: 'Simbología Románica: el Cristianismo y otras religiones en el Arte Románico', Fundación Universitaria Española, Madrid, 1986.

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