jueves, 16 de agosto de 2007

La iglesia de la Vera Cruz




Un día de 1622 los parisienses vieron en sus paredes unos carteles concebidos en estos términos:



'Nosotros, delegados del colegio principal de los Hermanos de la Rosacruz, hemos venido visible e invisiblemente a esta ciudad, por la gracia del Altísimo al que se vuelven los corazones de los Justos, a fin de librar a los hombres, nuestros semejantes, de error mortal'.



['El retorno de los brujos', L.Pauwels & J.Bergier, Plaza & Janés, 1962]




No quisiera yo caer en el error mortal -a falta de un Hermano Rosacruz que me abra los ojos, 'visible o invisiblemente', como cuenta esa extraña historia que se remonta al año 1622- de presumir de sapiencia infalible en relación a la autoría de construcción de uno de los más bellos y enigmáticos exponentes del románico español: la iglesia de la Vera Cruz. Sin embargo, sí puedo decir que, a medida que me dirigía hacia el lugar donde se erige en solitario -cuál diminuto atolón polinesio en la distancia- y cuyo campanario mira -probablemente con cierta envidia- la estilizada figura de cuento de hadas del Alcázar, en lo único que iba pensando, era en encontrar parte de esas huellas que la legendaria Orden del Temple dejó en su día a lo largo y ancho de nuestra geografía peninsular, suscitando verdaderos ríos de tinta.
Recordaba, por supuesto, la leyenda del templario muerto -es difícil no encontrar un lugar asociado a ellos que no disponga de su respectiva leyenda- y la maldición del Gran Maestre. Quizás por eso, no vi ningún cuervo o grajo -ambas aves aparecen, según sea la fuente consultada- en los alrededores, aunque sí numerosas bandadas de alegres golondrinas, evolucionando en el cielo como auténticos meteoros.
De planta dodecagonal -a semejanza de la famosa iglesia de Santa María de Eunate, en Navarra, y tomando como ejemplo la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén- la iglesia de la Vera Cruz sorprende al visitante, apenas éste se halla a escasos metros de distancia y comienza a 'devorarla' con la mirada, procurando no perderse ningún detalle, llevando, por lo general, en mente, la idea preconcebida de que tarde o temprano, algo, por nimio que pueda parecer en un principio, conseguirá despertar su curiosidad y por tanto, su afán de investigador.
Suele pasar, que en ocasiones, ese paradigma llamado 'sincronicidad', no acompaña, y de poco sirve la caminata bajo el abrasador sol de julio, si uno ha de regresar a casa con la 'misión' sólo cumplida a medias. Tampoco importa lo que uno vaya buscando, siempre y cuando su búsqueda le ayude a avanzar, aunque sea despacio, paso a paso, como las tortugas, por el difícil y peligroso 'Camino del Conocimiento'. Tal vez por eso, no me sorprendió demasiado encontrarme la puerta cerrada y, por consiguiente, la imposibilidad de poder observarla por dentro. De hecho, estoy de sobra acostumbrado a este tipo de inconvenientes que, lejos de desanimarme, me animan a insistir en el intento, sin importar el tiempo que tarde en conseguirlo. Sí me sorprendió, sin embargo, encontrar un cartelito en una de las puertas, que explicaba -de manera escueta, pero determinante- el motivo de dicha momentánea imposibilidad: la inoportuna enfermedad de la guía.
Conozco, por referencias, bastantes de las características del interior de la iglesia de la Vera Cruz. Internet es una herramienta mágica, que puede hacer 'milagros' sin que uno tenga que moverse de la silla. Cualquiera puede acceder a la Red y encontrar referencias a prácticamente todo aquello que le interese. Pero particularmente creo que, aunque sólo sea por una sencilla cuestión de honestidad, sólo hablaré en este primer artículo acerca de mis impresiones, basadas en el estudio de su exterior, en espera de poder tener la oportunidad, en breve, de penetrar en este peculiar recinto sagrado y contrastarlas con aquellas que otros, antes que yo, han tenido a bien dar a conocer.
Resaltan, posiblemente por su color rojo sobre fondo blanco, las dos cruces de ocho puntas -conocidas como cruces de ocho beatitudes- situadas a ambos lados del acceso principal, que señalan -no por sí mismas como dato infalible de mérito constructor, aunque sí de pertenencia- a la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén.
[En construcción]